jueves, 28 de febrero de 2013

“Y RESUCITÓ AL TERCER DÍA, SEGÚN LAS ESCRITURAS”.


¡Jesucristo Ha resucitado!”.

                   Este es el gran anuncio de nuestra fe y la gran experiencia salvadora. Hasta el punto que Pablo dice:

                   “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe”.
                                                                                             (1 Cor 15,14)

                   No se trata de una afirmación del pasado, ni de una simple afirmación sabre Jesús después de su muerte.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces toda su predicación y su ejemplo no es sino la palabra y la acción de un gran maestro espiritual, nada más.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces Él no está entre nosotros, acompañándonos, dándonos la fuerza de su Santo Espíritu.

                   Si Cristo no ha resucitado, la muerte continúa siendo la última palabra.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces no somos hijos de Dios, en el sentido fuerte de la palabra. Y, por tanto, tampoco somos plenamente hermanos.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces tampoco, después de la muerte, nosotros participaremos de su resurrección. Y como dice Pablo:

                   “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
                                                                                          (1 Cor 15, 32b)

                   De la misma manera que para el creyente, la afirmación de la muerte de Jesucristo es inseparable de la confesión de su resurrección, así también la confesión de su resurrección es inseparable de la experiencia de su Santo Espíritu, la experiencia de Cristo resucitado.

                   Por eso el Viernes Santo no hay celebración de la Eucaristía, hasta que no llega la gran celebración de la resurrección de Jesucristo con la celebración de la Vigilia Pascual. Y la celebración de la Pascua se alargará cincuenta días, hasta el domingo de Pentecostés, celebración de la donación del Espíritu Santo sobre todos los discípulos y nacimiento de la Iglesia.

                   La muerte de Jesús es una muerte salvadora, porque va seguida del don de la resurrección. Esto es lo que expresa con un lenguaje muy oriental el Símbolo de los Apóstoles cuando dice:

                   “Descendió a los infiernos”.

                   Aquí la expresión “a los infiernos” está indicando “lo profundo de la tierra”, como símbolo del Sheol o Hades judío, es decir, del reino de la muerte. Jesucristo se sumerge en el reino de la muerte para romper sus cadenas y liberar a la humanidad.

                   Esto es lo que expresan los iconos de la resurrección de Jesús en la iglesias orientales, que presentan a Jesucristo sacando del reino de la muerte a Adán y Eva, es decir, venciendo a la muerte y llamando a la vida eterna a todos.

                   Sí, no tengamos miedo. No estamos yendo detrás de un Jesús crucificado. Él no se ha quedado cogido por las cadenas de la muerte, tal como nos lo dijo. Éste el gran anuncio, la gran experiencia, que nos ha sido transmitida por las primeras comunidades, por los apóstoles.

                   No busquemos una demostración, una prueba palpable. Fijémonos que los Evangelios presentan la experiencia del Resucitado solamente a aquellos que creen. No es que la fe construya la resurrección, sino al revés, la manifestación de la resurrección abre los ojos a la fe:

                   <<Asustadas, inclinaron el rostro a tierra, pero les dejaron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?. No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, pero al tercer día resucitará”. Y ellas recordaron sus palabras>>.
                                                                                                (Lc 24, 5-8)

                   La muestra de la resurrección es la expresión de la fe, la experiencia de la alegría, la experiencia del amor. Los apóstoles decían a Tomás:

                   “Hemos visto al Señor”
                                                                                                 (Jn 20,24a)

                   Este es el gran don de la resurrección. Jesucristo ha muerto en la Cruz y ha resucitado.

Última catequesis del papa Benedicto XVI Ciudad del Vaticano, 27 de febrero de 2013


''No abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado''

Última catequesis del papa Benedicto XVI

Ciudad del Vaticano, 27 de febrero de 2013

 

 

 



Esta mañana, a las 10 de la mañana, la plaza de San Pedro y aledaños ya estaba repleta. A las 10,30 pasadas, el papa Benedicto XVI entró en el papamóvil y recorrió los pasillos abiertos entre los fieles y peregrinos asistentes de muchos países. Estaban también cardenales y obispos,  la Curia Romana, el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, los sacerdotes, párrocos y seminaristas de la diócesis de Roma, los empleados vaticanos, peregrinos y fieles de Roma, de Italia y de muchos países. Ofrecemos las palabras de la última audiencia general del pontífice.
*****
Venerados hermanos en el episcopado y presbiterado
Distinguidas autoridades
¡Queridos hermanos y hermanas!
Muchas gracias por haber venido tantos en esta última audiencia general de mi pontificado.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón la necesidad de agradecer sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su palabra y así alimenta la fe de su pueblo.
En este momento mi ánimo se extiende, por así decir, para abrazar a toda la Iglesia difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las 'noticias' que en estos años de ministerio petrino he podido recibir sobre la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que circula en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y de la esperanza que se nos abre y nos orienta hacia la vida en su plenitud, hacia la patria del Cielo.
Siento que les tendré presentes a todos en la oración, en un presente que es aquel de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo y a todos les recojo en la oración para confiarlos al Señor: para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con cada acto de su sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, haciendo fructificar cada obra buena. (cfr. Col 1,9).
En este momento hay en mí una gran confianza porque sé, y lo sabemos todos nosotros, que la palabra de verdad, la palabra del evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El evangelio purifica y renueva, produce fruto en cualquier lugar donde la comunidad de los creyentes lo escucha, acoge la gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años decidí asumir el ministerio de Pedro, tuve firmemente esta certeza que siempre me ha acompañado. En aquel momento, como expliqué en diversas oportunidades, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: ¿Señor por qué pides esto, y qué es lo que me pides? Es un peso grande el que me pones sobre los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades.
Y el Señor verdaderamente me ha guiado y me ha estado cerca. He podido percibir cotidianamente su presencia. Y fue un tramo del camino de la Iglesia que tuvo momentos de alegría y de luz, y también momentos no fáciles. Me he sentido como san Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea. El Señor nos ha donado tantos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca fue abundante. Existieron también momentos en los cuales las aguas estaban agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir.
Pero siempre he sabido que en esta barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse. Es Él quien la conduce, seguramente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido. Esta fue y es una certeza que nada puede ofuscar. Y por esto hoy mi corazón está lleno de agradecimiento a Dios porque no le ha hecho faltar nunca a toda la Iglesia ni a mí, su consolación, su luz y su amor.
Estamos en el Año de la Fe, que he querido convocar para reforzar justamente nuestra fe en Dios, en un contexto que parece querer ponerlo cada vez más en segundo plano. Querría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarse como niños en los brazos del Dios, con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permite caminar cada día cuando estamos cansados.
Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una hermosa oración que se reza cotidianamente por la mañana se dice: “Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te agradezco por haberme creado, hecho cristiano...” Sí, agradezcamos al Señor por esto cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama y espera que nosotros también lo amemos!
Y no solamente a Dios quiero agradecerle en este momento. Un papa no está solo cuando guía la barca de Pedro, mismo si es su primera responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino. El Señor me ha puesto al lado a tantas personas que con generosidad y amor de Dios y a la Iglesia me ayudaron y me estuvieron cerca.
Sobre todo ustedes, queridos hermanos cardenales; vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad me han sido preciosos. Mis colaboradores a partir del secretario de Estado que me ha acompañado con fidelidad durante estos años, la Secretaría de Estado y la Curia Romana, como todos aquellos que en los varios sectores dan sus servicios a la Santa Sede.
Hay además tantos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero justamente en el silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y humildad fueron para mí un apoyo seguro y confiable.
¡Un pensamiento especial va a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar a mis hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios. En las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, he siempre percibido gran atención y profundo afecto. Pero también yo les he querido bien a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella caridad pastoral que está en el corazón de cada Pastor, especialmente del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Cada día les he tenido presente, cada día en mi oración, con corazón de padre.
Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegara también a todos: el corazón de un papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, que vuelve presente la gran familia de Naciones.
Aquí pienso también en todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y a quienes agradezco por su importante servicio.
A este punto quiero agradecer, verdaderamente y de corazón, a todas las numerosas personas en todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de atención, de amistad y de oración. Sí porque el papa no está nunca solo y ahora lo experimento nuevamente en una manera tan grande, que me toca el corazón.
El papa le pertenece a todos, y tantas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: jefes de Estado, jefes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etc.
Pero recibo también muchísimas cartas de personas simples que me escriben simplemente desde su corazón y me hacen sentir el afecto que nace del su estar junto a Jesucristo en Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe por ejemplo a un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, o como hijos o hijas, con el sentido de una relación familiar muy afectuosa.
Aquí se puede tocar con la mano lo que es la Iglesia: no una organización, no una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Sentir a la Iglesia de esta manera y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es un motivo de alegría, en un tiempo en el cual tantos hablan de su ocaso.
En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios, con insistencia, en la oración, que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He llevado a cabo este paso con plena conciencia de su gran gravedad y también novedad, pero también con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de hacer elecciones difíciles, sufridas y poniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no a nosotros mismos.
Permítanme volver aquí una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión fue precisamente por el hecho de que a partir de ese momento en adelante, yo estaba empeñado siempre y para siempre por el Señor. Siempre: quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. A su vida le viene, por así decir, totalmente quitada la esfera privada.
He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida propiamente cuando la da. Dije antes que una gran cantidad de gente que ama el Señor, aman también al Sucesor de san Pedro y tienen un alto aprecio por él; y que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas de todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de su comunión; porque él no se pertenece más a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El "siempre" es también un "para siempre", no es más un retorno a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio, no revoca esto. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado. No llevo más la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino en el servicio de la oración; permanezco, por así decirlo, en el recinto de san Pedro. San Benito, cuyo nombre porto como papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos ha mostrado el camino para una vida que, activa o pasiva, pertenece por entero a la obra de Dios.
También doy las gracias a todos y cada uno por su respeto y la comprensión con la que han acogido esta importante decisión. Voy a seguir acompañando el camino de la Iglesia mediante la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que traté de vivir hasta ahora todos los días y que quiero vivir para siempre. Les pido que me recuerden delante de Dios, y sobre todo que oren por los cardenales, que son llamados a una tarea tan importante, y por el nuevo sucesor del apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.
Invoco la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos acogemos, con profunda confianza.
¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente en los tiempos difíciles. Nunca perdamos esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de ustedes, que exista siempre la certeza gozosa de que el Señor está cerca, que no nos abandona, que está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!
Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la Fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia.
Muchas gracias. Que Dios os bendiga.


miércoles, 27 de febrero de 2013

El Rosario de las Flores.


El Rosario de las Flores.

Reina de consolación, alegría y gozo nuestro
Danos gracia y perfección para que con devoción
Declare el rosario vuestro.

En vuestro rosario santo florecieron quince rosas.
Cinco fuero gozosas y cinco de pena y llanto y
Las otras cinco gloriosas.

La primera fue gozosa cuando el verbo se encarnó,
La otra segunda rosa fue cuando Isabel gozosa en su misma casa ungió,
La tercera que en Belén quedando Virgen pariste y
La cuarta fue también cuando Cristo, Sumo Bien, en el templo lo ofreciste,
La quinta que entre doctores lo hallaste el tercer día,
Y aquí acaban las flores, cogieron más alegría y empiezan las de dolores.

La primera que sudó sangre el señor en el huerto
La segunda que sufrió azotes con que fue abierto y su sangre derramó,
La tercera que sufrió ser de espinas coronado y
La cuarta condenó Pilato  a Cristo mandó que muriera crucificado
Y la quinta que por nos espiró Cristo enclavado,
Y aquí las cinco acabaron y por dar un con sabor las cinco de gloria entraron.

La primera fue aquel día en que Cristo resucitó
La segunda que subió al cielo y a su diestra se sentó.
La tercera que bajó del cielo su santo espíritu al suelo
Y la cuarta coloco Dios en el reino del  cielo
Y la quinta lo corono.

Después que se coronó la emperatriz de los cielos a la tierra se bajó
Con un rosario en la mano y a Santo Domingo habló.

A Domingo apareciste con muy entero contento y las cuentas le leíste lo mismo que yo te las cuento, diciendo: Domingo amado solo por darte bajé este rosario sagrado de quince rosas cercado que fue las que te conté.

A quien devoción tuviera, este rosario sagrado y devoto me rezara, lo tendré siempre a mi lado y a la hora de la muerte del enemigo salvado. En esto que yo te digo en mi nombre confiaras diré a mi hijo que perdone tus maldades que de gloria te corone le suplicaré también y que seas acompañado de los ángeles amen, Salve.

Salve pura maravilla
Salve clavel encanado
Salve jazmín blanqueado
Salve nardo que mas brilla
Salve estrella noche y día
Salve fin, salve María
María que es bella Aurora
María que es gran Señora
María hija del Padre
María del hijo Madre
María mística Rosa
María del amor Esposa

Jesús que nombre tan tierno
Jesús que tiembla el infierno.

Este rosario que hemos rezado se lo ofrecemos a la Santísima Virgen que es Reina Pastora para que nos guarde y nos libre hasta el fin de nuestra hora, AMEN.

jueves, 21 de febrero de 2013

4.- “Y POR NUESTRA CAUSA FUE CRUCIFICADO EN TIEMPOS DE PONCIO PILATO; PADECIÓ Y FUE SEPULTADO”


Toda la vida de Jesús fue una entrega de amor a las personas que tenía a su alrededor y a toda la humanidad, y a una continua común-unión con Dios Padre en la oración y en la intimidad del corazón.

                   De la vida de Jesús lo que sabemos de una forma bien segura es su muerte en la Cruz, en tiempos del gobernador romano Poncio Pilato. Esto lo recogen no sólo los cuatro Evangelios, sino también las profesiones de fe más conocidas.

                   No deja de ser importante subrayar que la muerte de Jesús, crucificado, bajo Poncio Pilato, se encuentra también documentada en el historiador judío Flavio Josefo, de finales del siglo I y en el historiador romano Tácito, de principios del siglo II. Precisamente el año 1.961 se encontró en Cesarea Marítima, ciudad de Palestina donde estuvo situada la sede del gobernador romano en tiempos de Jesús una inscripción que decía en latín: “Poncio Pilato, prefecto de Judea”. Se sabe que Poncio Pilato fue gobernador de Judea desde el año 26 hasta el año 36.

                   La muerte de Jesús en la Cruz fue la consecuencia de toda su vida. Si abrimos los Evangelios vemos a Jesús predicando la proximidad del Reino de Dios, expresión del amor de Dios, que se acerca a la humanidad para liberarla de la injusticia; de la falta de solidaridad y de la lejanía de Dios. Por eso la gente se asombraba:

                   “Llegan a Cafarnaún. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.
                                                                                             (Mc 1, 21-22)

                   Encontramos también a Jesús cerca de los marginados y de los enfermos. Los episodios que recogen los Evangelios no son casos puntuales, sino todo lo contrario, imágenes de lo que Jesús era. Cuando la Ley mandaba que los leprosos viviesen en las afueras de las poblaciones y gritando, para que ninguno se acercase a ellos, Jesús acoge a los leprosos, va a casa de los publicanos y pecadores, defiende a la mujer condenada a muerte.

                   De tal forma que ante Jesús hasta los ciegos ven, los sordos oyen y los muertos resucitan. Jesús indica así su criterio de actuación:

                   <>.
                                                                                           (Mt 20, 24-28)

                   Por esto cuando el Evangelio de san Juan empieza la narración de la última cena de Jesús, hace este resumen de su vida:

                   “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
                                                                                                (Jn 13, 1-2)

                   Así a los ojos del creyente, la traición de Judas y de los otros discípulos, la detención de Jesús por parte de las autoridades judías, su entrega a los soldados romanos, su acusación de rebelión política, su condena a muerte, su sufrimiento y humillación en la Cruz y su muerte, no son vistos simplemente como un arrebatarle la vida, sino como la plenitud de su amor y de su entrega. Jesús mismo lo dijo:

                   “Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”.
                                                                                                   (Jn 10,18)

                   El libro del profeta Isaías y el libro de los Salmos ayudaron a los discípulos y a las primeras comunidades a entender el sentido de su muerte:

                   “Él soportó nuestros sufrimientos
                   y aguantó nuestros dolores,
                   nosotros lo estimamos leproso,
                   herido de Dios y humillado”.
                                                                           (Is 53,4).

                   “Mi siervo justificará a muchos,
                   porque cargó con los crímenes de ellos”.
                                                                           (Is 53,11).

                   Por esto no nos ha de extrañar que san Pablo recoja esta profesión de fe tan antigua:

                   “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado”.
                                                                                                (1Cor 15,3)

                   Esta es la imagen que utiliza Jesús en la última cena, cuando después de haber partido el pan dice a sus discípulos:

                   “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”.
                                                                                                  (Lc 22,19)

                   Y lo mismo sobre la copa de vino:

                   “Esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos”.
                                                                                                 (Mc 14,24)

                   Jesús parte el pan y lo da a sus discípulos. Su vida entregada por nosotros es fuente de vida. Por esto, la Eucaristía, la comunión con el pan partido, es para el creyente fuente y cumbre de su vida de fe.




Imagen de Fátima, venida en julio de 1948







Imagen de Fátima, venida en julio de 1948 desde el Santuario en Portugal,  trasladada  a esta Parroquia el 13 de noviembre de 2011, por la Hermandad de Nuestra Señora de Fátima, para su guarda y custodia, así como para su veneración y culto.


jueves, 14 de febrero de 2013

3.- “POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO SE ENCARNÓ DE MARÍA, LA VIRGEN, Y SE HIZO HOMBRE”.


3.- “POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO SE ENCARNÓ DE MARÍA, LA VIRGEN, Y SE HIZO HOMBRE”.

                   ¿Cómo expresar que Jesús, un hombre como nosotros es Dios entre nosotros?. Dios se ha acercado a nosotros y se ha hecho uno de nosotros, para que nosotros participemos de Él. Dios ha bajado hacia nosotros, para hacernos subir hacia Él.

                   Las imágenes en nuestra mente son siempre limitadas, pero quieren expresar la realidad profunda, que sólo la experiencia puede palpar. La profesión de fe (Credo) del Concilio de Nicea lo dice así:

                   “Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.

                   Es la expresión de aquello que dice el prólogo del Evangelio de Juan:

                   La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros”.
                                                                                                   (Jn 1,14).

                   De esta forma el Hijo de Dios se ha hecho también el Hijo del hombre, modelo y plenitud de la vida humana, para que nosotros seamos hijos de Dios. Esta nueva creación es nuestra verdadera salvación. La luz de Dios nos ilumina.

                   Por esto el Evangelio de Juan dice:

                   “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
                                                                                                    (Jn 3,16).

                   Y su primera carta:

                   “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”.
                                                                                                   (1 Jn 4,9).

                   Esta es la experiencia profunda de la realidad más llena de luz: Dios nos ama, se nos manifiesta, nos une a Él y nos transforma en Él. Esta es la plenitud del amor, transformar el amado en aquel mismo que ama. El amor de Dios quiere transformarnos de tal forma que, habiendo experimentado su amor sin límites, seamos nosotros capaces también de salir de nosotros mismos y de amar a los demás, como Él nos ama.

                   Es el inicio de la nueva creación, el Espíritu Santo ha iniciado una realidad nueva, que es la presencia misma de Dios entre nosotros. Por esto, cuando los Evangelios hablan del origen de Jesús no lo pueden situar simplemente en la dimensión humana.

                   Nosotros, los creyentes, los hijos de Dios:

                   “No han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios”.
                                                                                                    (Jn 1,13).

                   Pues mucho menos podemos situar a Jesús humanamente, sino que es encarnado, se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo, que es Amor, nacido de María Virgen.

                   Así lo expresa en su reflexión de fe el Evangelio de Lucas cuando pone en boca del ángel Gabriel estas palabras dirigidas a María, cuando ésta le pregunta cómo puede ser un hijo suyo Hijo del Altísimo:

                   “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios”.
                                                                                                  (Lc 1,35).

                   La concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen, no es un lenguaje metafórico, influenciado por las mitologías paganas, para expresar que es el Hijo de Dios. Desde los primeros siglos del cristianismo ha habido burlas de los no creyentes, que ha llegado hasta querer insinuar una concepción pecaminosa hasta el día de hoy (Código…..Vinci….etc).

                   A finales del siglo I, Ignacio de Antioquía escribe en sus cartas que la falta de fe “ignora la virginidad de María”, es decir, la obra del Espíritu Santo.

                   El Evangelio de Mateo lo ve como la gran señal anunciada por el profeta Isaías al rey Acaz, indicando que Dios no ha abandonado a su pueblo:

                   “El Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: La virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa Dios con nosotros)”.
                                                                                                   (Is 7,14).

                   Rufino, escritor antiguo, nos escribe:

                   “Quien en el cielo es el Hijo único, también en la tierra hace único y de forma única”.

                   Por esto, hagamos nosotros como los pastores, que en la noche de Navidad, vieron todo lo que les había sido anunciado por los ángeles. Como los Magos de Oriente, que postrándose ante el Niño, lo adoraron. De la misma forma que sabemos contemplar a Cristo resucitado, así hemos de saber contemplar el misterio del nacimiento de Jesús, la manifestación de Dios entre nosotros. Porque como dice la Carta a Tito:

                   “Ha aparecido la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre”.
                                                                                                     (Tt 3,4).

                   Es lo que los ángeles anunciaron a los pastores:

                   “Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.
                                                                                                  (Lc 2,11).


domingo, 10 de febrero de 2013

LLEGADA A MÁLAGA DE LA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA











FOTOGRAMAS





























Recibimiento apoteósico.
La Virgen de Fátima llegó ayer a Málaga, entre el estruendo marcial de las salvas del cañonero que la trajo, el saludo de las sirenas y el clamor de la multitud. Fue un  recibimiento apoteósico digno de esta Virgen viajera, que lleva a las multitudes el consuelo de su visita, constelada de un cortejo de lágrimas. Málaga la ha recibido con el fervor mimo que otras poblaciones españolas.
Hemos visto la emoción reflejada en rostros rudos, atezado, al contemplar la pequeña imagen, porque la fe ha removido los fondos más escondidos de todo corazón y de toda conciencia. En estas horas miles de enfermos dirigen sus miradas suplicantes a la madre Blanca: miles de cuerpos lacerados por todas las dolencias y todos los martirios de la carne, aguardan ser tocados de la divina gracia. Enfermos de aquí de la cuidad; enfermos de la provincia es inacabables caravanas de dolor, pero guiados por una fe luminosa esperan a postrarse delante de la Virgen de Fátima, por si Dios es servido de hacer con ellos, por la intercesión de la Virgen, un milagro que alivie o cure sus males. No sería el primero que hiciese en Málaga, donde ya hace años un pequeño curó gracias al agua de Fátima.
Pero el gran milagro, el milagro que todos nosotros hemos visto ayer, ha sido la de esa prodigiosa remoción de la fe de todo un pueblo, que ha aguardado en el puerto y en las calles a la imagen, para hacerle ofrenda de su entusiasmo y de su fervor. Milagro ha sido la vibración unánime, compacta; las aclamaciones que lanzaban todas las gargantas, la emoción reflejada en todos los semblantes y el rezo del gentío y el volar de las palomas en la tarde malagueña y el voltear de los sonoros bronces… porque ha sido un concierto armonioso sin ningún fallo; la expresión rotunda, clara, enardecida, de todo un pueblo postrado a los pies de la Virgen de la Cova de Iria, mensajera de la paz dulcificadora de males, pañuelo de lágrimas, diana de súplicas, amparadora de peticiones y madre de afligidos. Málaga la ha recibido en apoteosis y ya el primer milagro de fervor y enardecimiento está logrado por la gracia de su dulzura.
(Noticia del periódico de la época)


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El verano malagueño se vio alterado por un acontecimiento que congregó en las calles a decenas de miles de personas. El motivo no fue otro que la presencia de la Virgen de Fátima. La imagen llegó al puerto a bordo del cañonero 'Cánovas del Castillo'. Era el 15 de julio de 1948. El acto estuvo presidido por el obispo de la diócesis, Ángel Herrera Oria; el gobernador civil accidental, Baltasar Peña Hinojosa, y el alcalde accidental, Carlos Loring. Tras el desembarco, la Virgen de Fátima recorrió las calles, entre flores, el fervor popular y la suelta de palomas, camino de la Catedral, donde fue velada durante toda la noche.
Al día siguiente se ofició en el paseo del Parque una misa de impedidos a la que asistieron 2.000 enfermos. Varios de ellos tuvieron que ser asistidos por médicos, puesto que aseguraban que habían experimentado una gran mejoría gracias a la presencia de la Virgen. Según se recoge en la prensa de la época, el sacerdote José González Moreno, de 76 años, se curó de forma 'milagrosa' después de haber permanecido ocho años en una silla de ruedas a causa de una esclerosis múltiple. Testimonios de personas que vieron el hecho indicaron que el religioso se puso en pie y empezó a caminar cuando la imagen pasó junto a él durante una visita a la parroquia de San Juan.

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