Creer
no es simplemente sentimiento, sino que es poner la confianza de una forma
plena en Dios que nos ama. El creyente cree en Dios, de tal manera que su vida
queda apoyada plenamente en Él.
Los creyentes sabemos, hemos
experimentado, que Dios es nuestro creador, es decir, que Dios se encuentra en
el origen de nuestro ser y de todo aquello que existe. Cuando los padres
creyentes cogen por primera vez a su nuevo hijo acabado de nacer, exclaman
agradecidos: “¡Gracias, Dios mío, por el
hijo que nos has dado!”. Por encima de su amor saben que aquel hijo es un
don de Dios.
De forma semejante, cuando la
primera página de la Biblia
dice: “Al principio creó Dios el cielo y
la tierra” (Gn 1,1), no está hablando de la formación de los continentes o
de las nebulosas planetarias, sino de aquello que es el sentido mas profundo de
toda la naturaleza, su principio: en el fondo de toda la realidad se encuentra
la llamada de Dios.
Las cosas existen porque la
palabra de Dios las sostiene, las ilumina y las da vida. Dios dijo: “Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn
1,3). Dios dijo también que nosotros existiéramos y ahora existimos. No somos
un accidente ni una casualidad, como nos quiere hacer creer esta sociedad
actual, somos por encima de todo el fruto del amor de Dios.
Dios dijo que hubiese la
evolución y la evolución existió. Pero el amor de Dios es siempre nuevo, en
cada individuo, en cada persona, en cada pájaro, en cada cabello de nuestra
cabeza, en cada estrella del firmamento. Por esto el salmista dice:
“Señor,
Dueño nuestro,
¡qué
admirable es tu nombre
en
toda la tierra!.
Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos:
la
luna y las estrellas que has creado,
¿qué
es el hombre,
para
que te acuerdes de él;
el
ser humano, para darle poder?”.
(Sal 8, 2-5).
La contemplación de la
naturaleza, de la creación, nos lleva hacia Dios, origen y principio de toda la
realidad. Y este Dios es uno. Esta ha sido la gran experiencia del pueblo de
Israel, el primer pueblo que ha reconocido un único Dios personal. Esta es la
oración diaria de todo buen israelita:
“Escucha,
Israel: El Señor nuestro Dios
es
solamente uno.
Amarás
al Señor tu Dios con todo el corazón,
con
toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
(Dt 6, 4-5).
Y si Dios es el único, es el
Dios de todos, hasta de los que no creen.
A veces la palabra “Dios” puede parecer vacía de tantas
veces que la utilizamos o sin sentido porque está deformada. Por esto hay en la Biblia esa página tan
preciosa que presenta a Moisés contemplando una zarza que se quemaba y no se
consumía. Entonces Moisés le dice a Dios:
“Si me preguntan cómo te llamas, ¿qué les respondo?”.
¿Cuál es la realidad que
expresamos con la palabra “Dios”?.
La respuesta es bien sencilla y profunda: Dios es Aquel que está siempre al
lado de su pueblo para salvarlo. Dios es Aquel que siempre está, Aquel que no
falla nunca, Aquel que no abandona, Aquel que es siempre fiel.
No es de extrañar que Dios le
diga a Moisés que no se acerque de cualquier forma, que se descalce, porque
está pisando lugar sagrado. El nombre de Dios es realidad sagrada, porque es la
fuente amorosa de toda la realidad y de cada uno de nosotros. Su luz ilumina lo
que es la persona humana, de tal forma que cuando miramos hacia Dios, sabemos
que todos somos criaturas suyas, sabemos que no estamos solos, que Él siempre
nos ama, con amor fiel.
Él es Todopoderoso, no en el
sentido de aquel que tiene todo el poder, sino de aquel que es todo Amor y que,
con su amor, todo lo sostiene. Porque el amor es más fuerte que el poder y el
amor lo puede todo.
Afirmar que Dios es el
creador de todas las cosas y el creador de todas las personas es indicar que
toda la creación y toda la humanidad encuentra en Dios su unidad. En este
sentido podemos decir que todas las personas somos criaturas de Dios. Pero
cuando los cristianos reconocemos que Dios es nuestro Padre y que somos hijos
de Dios no lo decimos sólo a partir de la afirmación de Dios creador, sino que
lo decimos de una forma nueva a partir de nuestra fe en Jesucristo, que al
mostrarse en medio de nosotros como Hijo de Dios, nos muestra a Dios como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
De esta forma, la expresión “Creo en Dios, Padre” nos introduce en
la realidad más profunda de Dios, que en Jesucristo, se nos muestra como
comunidad de amor, insondable. Así San Pablo desea que el creyente viva siempre
inmerso en Dios:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión
del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
(2 Cor 13,13)
Para expresar esta
experiencia cristiana de Dios la tradición ha utilizado el término Trinidad: la Santísima Trinidad.
Porque Dios, que es Padre, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo; y Jesucristo nos
hace partícipes del Espíritu Santo. De esta forma se puede tomar conciencia de
cómo Dios se nos hace presente en Jesucristo: “Dios es único pero no solitario”. (San Dámaso).
Entrar en comunión con Dios
es adentrarse en su amor, que es donación amorosa hacia nosotros, en la misma
creación, en la venida de Jesucristo en medio de nosotros, en la llamada a
vivir como hijos suyos. En Jesucristo, en su muerte y resurrección, se nos
manifiesta Dios en su proximidad más grande, y al mismo tiempo, en su más
grande transcendencia. Dios se nos manifiesta como Padre amoroso que, en
Jesucristo, el Hijo, nos llena de su Espíritu Santo.
Por esto, cuando hacemos la
señal de la cruz, la señal del cristiano, los bautizados decimos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. Amén”. Nos sabemos fundamentados, creados y redimidos, en
la manifestación de Dios, en la cruz de Jesús, en su Espíritu Santo.
Eugenio Gastey.