Eugenio Gastey. El Credo es el resumen de nuestra fe




INTRODUCCIÓN.


                   Muchos de vosotros me habéis pedido que explicara la fe de los cristianos, esta fe en la que hemos nacido y nos movemos, al menos exteriormente. ¿Se trata de un sentimiento o de un conocimiento?. ¿Tiene un contenido la fe?.

                   La primera imagen que me viene a la mente es la de los seguidores enfervorizados de un equipo de futbol, que, llenos de alegría y de entusiasmo, cantan el himno de su club, en el campo de juego, en mitad del partido. Se sienten unidos en el canto, en el sentimiento, en lo que significan los colores, en el compromiso por su equipo, que los obliga a veces a grandes desplazamientos y que los llena de alegría cuando ganan y de tristeza cuando pierden.

                   Con todo respeto, podemos pasar de la dimensión más superficial, a la dimensión más profunda. Y sobreponer otra imagen, la imagen de los creyentes reunidos en la Eucaristía del Domingo, recitando todos juntos el Credo, la profesión de fe.

                   Lo sabemos de memoria, porque así lo hemos recibido. Es nuestro signo, nuestro distintivo que nos hace reconocernos cuando nos encontramos. Es nuestro compromiso, nuestro pacto con Dios, realizado como expresión de nuestro Bautismo.

                   El Credo es el resumen de nuestra fe, nuestro Símbolo, que contiene palabras breves, pero contienen todos los misterios de Dios. Porque la fe no se puede aprender en los libros, ni se puede conocer en la calle. Hemos de acercarnos a la comunidad cristiana para respirarla, para escuchar de viva voz la palabra que es oración, la palabra que es anuncio, la palabra que es presencia.

                   En la Eucaristía se acostumbra a recitar la regla de fe que profesaron los dos primeros concilios ecuménicos, el Concilio de Nicea, en el año 325, y el segundo concilio, el Concilio de Constantinopla, en el año 380; este es el Credo que llamamos “Niceno-constantinopolitano”. Más frecuentemente, se utiliza el llamado “Símbolo de los Apóstoles”, que es el antiguo Credo bautismal de la comunidad de Roma, en el siglo II. Los dos siguen las pautas de la fórmula del Bautismo, tal como se refleja en las palabras finales de Jesús Resucitado a sus discípulos:

                   “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”
                                                                                                 (Mt 28,19).

                   Se ha de recordar, que cuando recitamos el Credo con fe, entramos en comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y entramos también en comunión con toda la Iglesia que nos ha transmitido toda la fe y en interior de la cual creemos.

                   Iremos desarrollando los siguientes puntos, doce, según el Credo Niceno-constantinopolitano. Estos doce puntos o apartados simbolizan según una antigua tradición la palabra de cada uno de los doce Apóstoles, es decir, la fe apostólica.

Eugenio Gastey.



 Creer no es simplemente sentimiento, sino que es poner la confianza de una forma plena en Dios que nos ama. El creyente cree en Dios, de tal manera que su vida queda apoyada plenamente en Él.

                   Los creyentes sabemos, hemos experimentado, que Dios es nuestro creador, es decir, que Dios se encuentra en el origen de nuestro ser y de todo aquello que existe. Cuando los padres creyentes cogen por primera vez a su nuevo hijo acabado de nacer, exclaman agradecidos: “¡Gracias, Dios mío, por el hijo que nos has dado!”. Por encima de su amor saben que aquel hijo es un don de Dios.

                   De forma semejante, cuando la primera página de la Biblia dice: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1), no está hablando de la formación de los continentes o de las nebulosas planetarias, sino de aquello que es el sentido mas profundo de toda la naturaleza, su principio: en el fondo de toda la realidad se encuentra la llamada de Dios.

                   Las cosas existen porque la palabra de Dios las sostiene, las ilumina y las da vida. Dios dijo: “Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn 1,3). Dios dijo también que nosotros existiéramos y ahora existimos. No somos un accidente ni una casualidad, como nos quiere hacer creer esta sociedad actual, somos por encima de todo el fruto del amor de Dios.

                   Dios dijo que hubiese la evolución y la evolución existió. Pero el amor de Dios es siempre nuevo, en cada individuo, en cada persona, en cada pájaro, en cada cabello de nuestra cabeza, en cada estrella del firmamento. Por esto el salmista dice:

         “Señor, Dueño nuestro,
         ¡qué admirable es tu nombre
         en toda la tierra!.

         Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos:
         la luna y las estrellas que has creado,
         ¿qué es el hombre,
         para que te acuerdes de él;
         el ser humano, para darle poder?”.
                                                                                                (Sal 8, 2-5).
                   La contemplación de la naturaleza, de la creación, nos lleva hacia Dios, origen y principio de toda la realidad. Y este Dios es uno. Esta ha sido la gran experiencia del pueblo de Israel, el primer pueblo que ha reconocido un único Dios personal. Esta es la oración diaria de todo buen israelita:

         “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios
         es solamente uno.
         Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón,
         con toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
                                                                                                 (Dt 6, 4-5).

                   Y si Dios es el único, es el Dios de todos, hasta de los que no creen.

                   A veces la palabra “Dios” puede parecer vacía de tantas veces que la utilizamos o sin sentido porque está deformada. Por esto hay en la Biblia esa página tan preciosa que presenta a Moisés contemplando una zarza que se quemaba y no se consumía. Entonces Moisés le dice a Dios: “Si me preguntan cómo te llamas, ¿qué les respondo?”.

                   ¿Cuál es la realidad que expresamos con la palabra “Dios”?. La respuesta es bien sencilla y profunda: Dios es Aquel que está siempre al lado de su pueblo para salvarlo. Dios es Aquel que siempre está, Aquel que no falla nunca, Aquel que no abandona, Aquel que es siempre fiel.

                   No es de extrañar que Dios le diga a Moisés que no se acerque de cualquier forma, que se descalce, porque está pisando lugar sagrado. El nombre de Dios es realidad sagrada, porque es la fuente amorosa de toda la realidad y de cada uno de nosotros. Su luz ilumina lo que es la persona humana, de tal forma que cuando miramos hacia Dios, sabemos que todos somos criaturas suyas, sabemos que no estamos solos, que Él siempre nos ama, con amor fiel.

                   Él es Todopoderoso, no en el sentido de aquel que tiene todo el poder, sino de aquel que es todo Amor y que, con su amor, todo lo sostiene. Porque el amor es más fuerte que el poder y el amor lo puede todo.

                   Afirmar que Dios es el creador de todas las cosas y el creador de todas las personas es indicar que toda la creación y toda la humanidad encuentra en Dios su unidad. En este sentido podemos decir que todas las personas somos criaturas de Dios. Pero cuando los cristianos reconocemos que Dios es nuestro Padre y que somos hijos de Dios no lo decimos sólo a partir de la afirmación de Dios creador, sino que lo decimos de una forma nueva a partir de nuestra fe en Jesucristo, que al mostrarse en medio de nosotros como Hijo de Dios, nos muestra a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

                   De esta forma, la expresión “Creo en Dios, Padre” nos introduce en la realidad más profunda de Dios, que en Jesucristo, se nos muestra como comunidad de amor, insondable. Así San Pablo desea que el creyente viva siempre inmerso en Dios:

                   “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
                                                                                             (2 Cor 13,13)

                   Para expresar esta experiencia cristiana de Dios la tradición ha utilizado el término Trinidad: la Santísima Trinidad. Porque Dios, que es Padre, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo; y Jesucristo nos hace partícipes del Espíritu Santo. De esta forma se puede tomar conciencia de cómo Dios se nos hace presente en Jesucristo: “Dios es único pero no solitario”. (San Dámaso).

                   Entrar en comunión con Dios es adentrarse en su amor, que es donación amorosa hacia nosotros, en la misma creación, en la venida de Jesucristo en medio de nosotros, en la llamada a vivir como hijos suyos. En Jesucristo, en su muerte y resurrección, se nos manifiesta Dios en su proximidad más grande, y al mismo tiempo, en su más grande transcendencia. Dios se nos manifiesta como Padre amoroso que, en Jesucristo, el Hijo, nos llena de su Espíritu Santo.

                   Por esto, cuando hacemos la señal de la cruz, la señal del cristiano, los bautizados decimos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Nos sabemos fundamentados, creados y redimidos, en la manifestación de Dios, en la cruz de Jesús, en su Espíritu Santo.





1.- CREO EN UN SOLO DIOS, PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA.

                   Creer no es simplemente sentimiento, sino que es poner la confianza de una forma plena en Dios que nos ama. El creyente cree en Dios, de tal manera que su vida queda apoyada plenamente en Él.

                   Los creyentes sabemos, hemos experimentado, que Dios es nuestro creador, es decir, que Dios se encuentra en el origen de nuestro ser y de todo aquello que existe. Cuando los padres creyentes cogen por primera vez a su nuevo hijo acabado de nacer, exclaman agradecidos: “¡Gracias, Dios mío, por el hijo que nos has dado!”. Por encima de su amor saben que aquel hijo es un don de Dios.

                   De forma semejante, cuando la primera página de la Biblia dice: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1), no está hablando de la formación de los continentes o de las nebulosas planetarias, sino de aquello que es el sentido mas profundo de toda la naturaleza, su principio: en el fondo de toda la realidad se encuentra la llamada de Dios.

                   Las cosas existen porque la palabra de Dios las sostiene, las ilumina y las da vida. Dios dijo: “Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn 1,3). Dios dijo también que nosotros existiéramos y ahora existimos. No somos un accidente ni una casualidad, como nos quiere hacer creer esta sociedad actual, somos por encima de todo el fruto del amor de Dios.

                   Dios dijo que hubiese la evolución y la evolución existió. Pero el amor de Dios es siempre nuevo, en cada individuo, en cada persona, en cada pájaro, en cada cabello de nuestra cabeza, en cada estrella del firmamento. Por esto el salmista dice:

         “Señor, Dueño nuestro,
         ¡qué admirable es tu nombre
         en toda la tierra!.

         Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos:
         la luna y las estrellas que has creado,
         ¿qué es el hombre,
         para que te acuerdes de él;
         el ser humano, para darle poder?”.
                                                                                                (Sal 8, 2-5).
                   La contemplación de la naturaleza, de la creación, nos lleva hacia Dios, origen y principio de toda la realidad. Y este Dios es uno. Esta ha sido la gran experiencia del pueblo de Israel, el primer pueblo que ha reconocido un único Dios personal. Esta es la oración diaria de todo buen israelita:

         “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios
         es solamente uno.
         Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón,
         con toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
                                                                                                 (Dt 6, 4-5).

                   Y si Dios es el único, es el Dios de todos, hasta de los que no creen.

                   A veces la palabra “Dios” puede parecer vacía de tantas veces que la utilizamos o sin sentido porque está deformada. Por esto hay en la Biblia esa página tan preciosa que presenta a Moisés contemplando una zarza que se quemaba y no se consumía. Entonces Moisés le dice a Dios: “Si me preguntan cómo te llamas, ¿qué les respondo?”.

                   ¿Cuál es la realidad que expresamos con la palabra “Dios”?. La respuesta es bien sencilla y profunda: Dios es Aquel que está siempre al lado de su pueblo para salvarlo. Dios es Aquel que siempre está, Aquel que no falla nunca, Aquel que no abandona, Aquel que es siempre fiel.

                   No es de extrañar que Dios le diga a Moisés que no se acerque de cualquier forma, que se descalce, porque está pisando lugar sagrado. El nombre de Dios es realidad sagrada, porque es la fuente amorosa de toda la realidad y de cada uno de nosotros. Su luz ilumina lo que es la persona humana, de tal forma que cuando miramos hacia Dios, sabemos que todos somos criaturas suyas, sabemos que no estamos solos, que Él siempre nos ama, con amor fiel.

                   Él es Todopoderoso, no en el sentido de aquel que tiene todo el poder, sino de aquel que es todo Amor y que, con su amor, todo lo sostiene. Porque el amor es más fuerte que el poder y el amor lo puede todo.

                   Afirmar que Dios es el creador de todas las cosas y el creador de todas las personas es indicar que toda la creación y toda la humanidad encuentra en Dios su unidad. En este sentido podemos decir que todas las personas somos criaturas de Dios. Pero cuando los cristianos reconocemos que Dios es nuestro Padre y que somos hijos de Dios no lo decimos sólo a partir de la afirmación de Dios creador, sino que lo decimos de una forma nueva a partir de nuestra fe en Jesucristo, que al mostrarse en medio de nosotros como Hijo de Dios, nos muestra a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

                   De esta forma, la expresión “Creo en Dios, Padre” nos introduce en la realidad más profunda de Dios, que en Jesucristo, se nos muestra como comunidad de amor, insondable. Así San Pablo desea que el creyente viva siempre inmerso en Dios:

                   “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
                                                                                             (2 Cor 13,13)

                   Para expresar esta experiencia cristiana de Dios la tradición ha utilizado el término Trinidad: la Santísima Trinidad. Porque Dios, que es Padre, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo; y Jesucristo nos hace partícipes del Espíritu Santo. De esta forma se puede tomar conciencia de cómo Dios se nos hace presente en Jesucristo: “Dios es único pero no solitario”. (San Dámaso).

                   Entrar en comunión con Dios es adentrarse en su amor, que es donación amorosa hacia nosotros, en la misma creación, en la venida de Jesucristo en medio de nosotros, en la llamada a vivir como hijos suyos. En Jesucristo, en su muerte y resurrección, se nos manifiesta Dios en su proximidad más grande, y al mismo tiempo, en su más grande transcendencia. Dios se nos manifiesta como Padre amoroso que, en Jesucristo, el Hijo, nos llena de su Espíritu Santo.

                   Por esto, cuando hacemos la señal de la cruz, la señal del cristiano, los bautizados decimos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Nos sabemos fundamentados, creados y redimidos, en la manifestación de Dios, en la cruz de Jesús, en su Espíritu Santo.





2.- “CREO EN UN SOLO SEÑOR, JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS”

        
                   Si podemos decir a Dios “Padre nuestro” es sólo porque Jesús nos lo ha enseñado, es decir, porque nos une a Él en la oración y nos ha hecho, en Él, hijos de Dios. El cristiano lo es porque contempla a Dios en Cristo.

                   Jesús es el Ungido por el Santo Espíritu de Dios (esto es lo significa “Cristo” en griego), es decir, aquel que tiene plenamente el Espíritu Santo. Por esto las comunidades cristianas, desde un principio, han confesado a Jesucristo como Hijo de Dios, es decir, la manifestación de Dios entre nosotros.

                   Es cierto que la expresión “hijo de Dios” se puede utilizar en el sentido de una persona santa, muy cercana a Dios, única en su relación con Dios. Pero el sentido que le dan los Evangelios, Pablo y la fe de la Iglesia es de una forma totalmente nueva. Cuando Pedro dice a Jesús:

                   “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
                                                                                                 (Mt 16,16)

                   Jesús le contesta claramente:

                   “Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
                                                                                                 (Mt 16,17)

                   Por esto las autoridades judías buscaban matarlo, porque:

                   “Llamaba a Dios Padre, haciéndose igual a Dios”.
                                                                                                   (Jn 5,18)

                   De esta forma, el apóstol Tomás, cuando contempla a Jesús resucitado, cae a sus pies y le dice:

                   “¡Señor mí y Dios mío!”.
                                                                                                  (Jn 20,28)

                   Pablo de Tarso, una vez convertido, se pondrá a predicar:

                   “Afirmando que Jesús es el Hijo de Dios”.
                                                                                                 (Hch 9,20)

                   De tal forma que la comunidad creyente podrá decir que:

                   “Hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre”.
                                                                                                     (Jn 1,14)

                   A principios del siglo IV hubo un predicador muy popular, llamado Arrio, que era presbítero de la Iglesia de Alejandría. Decía que Jesucristo no es propiamente Dios, sino sólo un hombre muy cercano a Él. Por esto, la profesión de fe del Concilio de Nicea tuvo que proclamar solemnemente que, para los cristianos, Jesucristo es el Hijo Unigénito de Dios en el sentido de:

                   “Nació del Padre antes de todos los siglos:
                   Dios de Dios,
                   Luz de Luz,
                   Dios verdadero de Dios verdadero,
                   engendrado, no creado,
                   de la misma naturaleza que el Padre,
                   por quien todo fue hecho”.

                   Se nota en la reiteración de expresiones el deseo de dejar muy clara la fe que los cristianos hemos recibido de las primeras comunidades de los apóstoles. No se trata de demostrar a quien no está convencido, sino de mantener la fidelidad a la fe recibida.

                   En el corazón de la catequesis encontramos siempre, esencialmente, una persona, no una simple doctrina: la persona de Jesús de Nazaret, Hijo único del Padre. En Él somos conducidos al amor del Padre en el Espíritu Santo, para hacernos participar de la vida de la Santísima Trinidad.

                   Este es el sentido que damos los cristianos a la expresión el Señor cuando confesamos a Jesucristo como el Señor. Si los romanos llamaban al emperador “Dominus noster, Señor nuestro”, en el sentido de aquel que está por encima de todos y lo puede todo, los primeros cristianos proclamarán que el Señor es Jesús y no el emperador ni el imperio romano. El libro del Apocalipsis, escrito durante la persecución de Diocleciano, a finales del siglo I, proclama a Jesús:
                  
                   “Rey de reyes y Señor de señores”.
                                                                                                (Ap 19,16)

                   Pero la afirmación de fe de Jesús como Señor va aún más allá. El texto griego del Antiguo Testamento substituía las cuatro letras (el tetragrama sagrado) del nombre de Dios por la expresión “Señor”, siguiendo la costumbre de los mismos judíos hebreos. De esta forma, cuando el Nuevo Testamento confiesa a Jesús como el Señor, le está reconociendo como Dios verdadero. Este es el reconocimiento de Tomás, como he dicho antes, cuando adora a Cristo resucitado diciendo:

                   “¡Señor mío y Dios mío!”.
                                                                                                  (Jn 20,28)

                   Y el discípulo amado (Juan) cuando exclama:

                   “¡Es el Señor!”.
                                                                                                     (Jn 21,7)

                   ¿Cómo es posible esta confesión de fe?. Pablo lo afirma muy claramente:

                   “Nadie puede decir: Jesús es Señor, sino es bajo la influencia del Espíritu Santo”.
                                                                                               (1 Cor 12,3)

                   Reconocer a Jesús como Señor es afirmarlo Dios en medio de nosotros. Sólo el Espíritu Santo puede poner en nuestros labios y en nuestro corazón esta fe.



3.- “POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO SE ENCARNÓ DE MARÍA, LA VIRGEN, Y SE HIZO HOMBRE”.

                   ¿Cómo expresar que Jesús, un hombre como nosotros es Dios entre nosotros?. Dios se ha acercado a nosotros y se ha hecho uno de nosotros, para que nosotros participemos de Él. Dios ha bajado hacia nosotros, para hacernos subir hacia Él.

                   Las imágenes en nuestra mente son siempre limitadas, pero quieren expresar la realidad profunda, que sólo la experiencia puede palpar. La profesión de fe (Credo) del Concilio de Nicea lo dice así:

                   “Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.

                   Es la expresión de aquello que dice el prólogo del Evangelio de Juan:

                   La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros”.
                                                                                                   (Jn 1,14).

                   De esta forma el Hijo de Dios se ha hecho también el Hijo del hombre, modelo y plenitud de la vida humana, para que nosotros seamos hijos de Dios. Esta nueva creación es nuestra verdadera salvación. La luz de Dios nos ilumina.

                   Por esto el Evangelio de Juan dice:

                   “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
                                                                                                    (Jn 3,16).

                   Y su primera carta:

                   “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”.
                                                                                                   (1 Jn 4,9).

                   Esta es la experiencia profunda de la realidad más llena de luz: Dios nos ama, se nos manifiesta, nos une a Él y nos transforma en Él. Esta es la plenitud del amor, transformar el amado en aquel mismo que ama. El amor de Dios quiere transformarnos de tal forma que, habiendo experimentado su amor sin límites, seamos nosotros capaces también de salir de nosotros mismos y de amar a los demás, como Él nos ama.

                   Es el inicio de la nueva creación, el Espíritu Santo ha iniciado una realidad nueva, que es la presencia misma de Dios entre nosotros. Por esto, cuando los Evangelios hablan del origen de Jesús no lo pueden situar simplemente en la dimensión humana.

                   Nosotros, los creyentes, los hijos de Dios:

                   “No han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios”.
                                                                                                    (Jn 1,13).

                   Pues mucho menos podemos situar a Jesús humanamente, sino que es encarnado, se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo, que es Amor, nacido de María Virgen.

                   Así lo expresa en su reflexión de fe el Evangelio de Lucas cuando pone en boca del ángel Gabriel estas palabras dirigidas a María, cuando ésta le pregunta cómo puede ser un hijo suyo Hijo del Altísimo:

                   “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios”.
                                                                                                  (Lc 1,35).

                   La concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen, no es un lenguaje metafórico, influenciado por las mitologías paganas, para expresar que es el Hijo de Dios. Desde los primeros siglos del cristianismo ha habido burlas de los no creyentes, que ha llegado hasta querer insinuar una concepción pecaminosa hasta el día de hoy (Código…..Vinci….etc).

                   A finales del siglo I, Ignacio de Antioquía escribe en sus cartas que la falta de fe “ignora la virginidad de María”, es decir, la obra del Espíritu Santo.

                   El Evangelio de Mateo lo ve como la gran señal anunciada por el profeta Isaías al rey Acaz, indicando que Dios no ha abandonado a su pueblo:

                   “El Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: La virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa Dios con nosotros)”.
                                                                                                   (Is 7,14).

                   Rufino, escritor antiguo, nos escribe:

                   “Quien en el cielo es el Hijo único, también en la tierra hace único y de forma única”.

                   Por esto, hagamos nosotros como los pastores, que en la noche de Navidad, vieron todo lo que les había sido anunciado por los ángeles. Como los Magos de Oriente, que postrándose ante el Niño, lo adoraron. De la misma forma que sabemos contemplar a Cristo resucitado, así hemos de saber contemplar el misterio del nacimiento de Jesús, la manifestación de Dios entre nosotros. Porque como dice la Carta a Tito:

                   “Ha aparecido la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre”.
                                                                                                     (Tt 3,4).

                   Es lo que los ángeles anunciaron a los pastores:

                   “Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.
                                                                                                  (Lc 2,11).



4.- “Y POR NUESTRA CAUSA FUE CRUCIFICADO EN TIEMPOS DE PONCIO PILATO; PADECIÓ Y FUE SEPULTADO



                   Toda la vida de Jesús fue una entrega de amor a las personas que tenía a su alrededor y a toda la humanidad, y a una continua común-unión con Dios Padre en la oración y en la intimidad del corazón.


                   De la vida de Jesús lo que sabemos de una forma bien segura es su muerte en la Cruz, en tiempos del gobernador romano Poncio Pilato. Esto lo recogen no sólo los cuatro Evangelios, sino también las profesiones de fe más conocidas.

                   No deja de ser importante subrayar que la muerte de Jesús, crucificado, bajo Poncio Pilato, se encuentra también documentada en el historiador judío Flavio Josefo, de finales del siglo I y en el historiador romano Tácito, de principios del siglo II. Precisamente el año 1.961 se encontró en Cesarea Marítima, ciudad de Palestina donde estuvo situada la sede del gobernador romano en tiempos de Jesús una inscripción que decía en latín: “Poncio Pilato, prefecto de Judea”. Se sabe que Poncio Pilato fue gobernador de Judea desde el año 26 hasta el año 36.

                   La muerte de Jesús en la Cruz fue la consecuencia de toda su vida. Si abrimos los Evangelios vemos a Jesús predicando la proximidad del Reino de Dios, expresión del amor de Dios, que se acerca a la humanidad para liberarla de la injusticia; de la falta de solidaridad y de la lejanía de Dios. Por eso la gente se asombraba:

                   “Llegan a Cafarnaún. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.
                                                                                             (Mc 1, 21-22)

                   Encontramos también a Jesús cerca de los marginados y de los enfermos. Los episodios que recogen los Evangelios no son casos puntuales, sino todo lo contrario, imágenes de lo que Jesús era. Cuando la Ley mandaba que los leprosos viviesen en las afueras de las poblaciones y gritando, para que ninguno se acercase a ellos, Jesús acoge a los leprosos, va a casa de los publicanos y pecadores, defiende a la mujer condenada a muerte.

                   De tal forma que ante Jesús hasta los ciegos ven, los sordos oyen y los muertos resucitan. Jesús indica así su criterio de actuación:

                   <>.
                                                                                           (Mt 20, 24-28)

                   Por esto cuando el Evangelio de san Juan empieza la narración de la última cena de Jesús, hace este resumen de su vida:

                   “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.
                                                                                                (Jn 13, 1-2)

                   Así a los ojos del creyente, la traición de Judas y de los otros discípulos, la detención de Jesús por parte de las autoridades judías, su entrega a los soldados romanos, su acusación de rebelión política, su condena a muerte, su sufrimiento y humillación en la Cruz y su muerte, no son vistos simplemente como un arrebatarle la vida, sino como la plenitud de su amor y de su entrega. Jesús mismo lo dijo:

                   “Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”.
                                                                                                   (Jn 10,18)

                   El libro del profeta Isaías y el libro de los Salmos ayudaron a los discípulos y a las primeras comunidades a entender el sentido de su muerte:

                   “Él soportó nuestros sufrimientos
                   y aguantó nuestros dolores,
                   nosotros lo estimamos leproso,
                   herido de Dios y humillado”.
                                                                           (Is 53,4).

                   “Mi siervo justificará a muchos,
                   porque cargó con los crímenes de ellos”.
                                                                           (Is 53,11).

                   Por esto no nos ha de extrañar que san Pablo recoja esta profesión de fe tan antigua:

                   “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado”.
                                                                                                (1Cor 15,3)

                   Esta es la imagen que utiliza Jesús en la última cena, cuando después de haber partido el pan dice a sus discípulos:

                   “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”.
                                                                                                  (Lc 22,19)

                   Y lo mismo sobre la copa de vino:

                   “Esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos”.
                                                                                                 (Mc 14,24)

                   Jesús parte el pan y lo da a sus discípulos. Su vida entregada por nosotros es fuente de vida. Por esto, la Eucaristía, la comunión con el pan partido, es para el creyente fuente y cumbre de su vida de fe.




5.- “Y RESUCITÓ AL TERCER DÍA, SEGÚN LAS ESCRITURAS”.




¡Jesucristo Ha resucitado!”.

                   Este es el gran anuncio de nuestra fe y la gran experiencia salvadora. Hasta el punto que Pablo dice:

                   “Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe”.
                                                                                             (1 Cor 15,14)

                   No se trata de una afirmación del pasado, ni de una simple afirmación sabre Jesús después de su muerte.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces toda su predicación y su ejemplo no es sino la palabra y la acción de un gran maestro espiritual, nada más.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces Él no está entre nosotros, acompañándonos, dándonos la fuerza de su Santo Espíritu.

                   Si Cristo no ha resucitado, la muerte continúa siendo la última palabra.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces no somos hijos de Dios, en el sentido fuerte de la palabra. Y, por tanto, tampoco somos plenamente hermanos.

                   Si Cristo no ha resucitado, entonces tampoco, después de la muerte, nosotros participaremos de su resurrección. Y como dice Pablo:

                   “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
                                                                                          (1 Cor 15, 32b)

                   De la misma manera que para el creyente, la afirmación de la muerte de Jesucristo es inseparable de la confesión de su resurrección, así también la confesión de su resurrección es inseparable de la experiencia de su Santo Espíritu, la experiencia de Cristo resucitado.

                   Por eso el Viernes Santo no hay celebración de la Eucaristía, hasta que no llega la gran celebración de la resurrección de Jesucristo con la celebración de la Vigilia Pascual. Y la celebración de la Pascua se alargará cincuenta días, hasta el domingo de Pentecostés, celebración de la donación del Espíritu Santo sobre todos los discípulos y nacimiento de la Iglesia.

                   La muerte de Jesús es una muerte salvadora, porque va seguida del don de la resurrección. Esto es lo que expresa con un lenguaje muy oriental el Símbolo de los Apóstoles cuando dice:

                   “Descendió a los infiernos”.

                   Aquí la expresión “a los infiernos” está indicando “lo profundo de la tierra”, como símbolo del Sheol o Hades judío, es decir, del reino de la muerte. Jesucristo se sumerge en el reino de la muerte para romper sus cadenas y liberar a la humanidad.

                   Esto es lo que expresan los iconos de la resurrección de Jesús en la iglesias orientales, que presentan a Jesucristo sacando del reino de la muerte a Adán y Eva, es decir, venciendo a la muerte y llamando a la vida eterna a todos.

                   Sí, no tengamos miedo. No estamos yendo detrás de un Jesús crucificado. Él no se ha quedado cogido por las cadenas de la muerte, tal como nos lo dijo. Éste el gran anuncio, la gran experiencia, que nos ha sido transmitida por las primeras comunidades, por los apóstoles.

                   No busquemos una demostración, una prueba palpable. Fijémonos que los Evangelios presentan la experiencia del Resucitado solamente a aquellos que creen. No es que la fe construya la resurrección, sino al revés, la manifestación de la resurrección abre los ojos a la fe:

                   <<Asustadas, inclinaron el rostro a tierra, pero les dejaron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?. No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, pero al tercer día resucitará”. Y ellas recordaron sus palabras>>.
                                                                                                (Lc 24, 5-8)

                   La muestra de la resurrección es la expresión de la fe, la experiencia de la alegría, la experiencia del amor. Los apóstoles decían a Tomás:

                   “Hemos visto al Señor”
                                                                                                 (Jn 20,24a)

                   Este es el gran don de la resurrección. Jesucristo ha muerto en la Cruz y ha resucitado.


6.- “Y SUBIÓ AL CIELO, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE”.


                   Proclamar que Jesucristo ha resucitado y ha vencido a la muerte es la gran proclamación de la gran victoria de Dios sobre la injusticia y sobre la muerte. Esta victoria nos muestra en toda su profundidad la realidad de la persona de Jesucristo.

                   Él no es solo el gran héroe, el inocente condenado injustamente, el ejemplo que asume todas las injusticias y sufrimientos que hay en nuestro mundo, sino que es, por encima de todo, la manifestación de Dios mismo al lado del perseguido, del explotado, del torturado, del que sufre. En una palabra, la proximidad plena de Dios al lado de la humanidad.

                   Por eso, en la resurrección de Jesús, el cielo y la tierra se tocan: Dios se sumerge plenamente en nuestra humanidad y nuestra humanidad penetra en el cielo.

                   El concilio de Calcedonia, en el siglo V, lo expresó diciendo: “que Jesús era plenamente hombre y plenamente Dios”. El Nuevo Testamento lo dice con la expresión: “sentado a la derecha de Dios”, que recoge la expresión del salmo 110 que la Iglesia reza cada domingo por la tarde:

                   <
                   “Siéntate a mi derecha,
                   y haré de tus enemigos
                   estrado de tus pies”>>.
                                                                                                (Sal 110,1).

                   Igualmente el libro de los Hechos de los Apóstoles dice del primer mártir cristiano, san Estaban, que antes de morir:

                   <>.
                                                                                          (Hch 7, 55-56).

                   De esta manera se comprueba que la meta del camino de Jesús, su misión, no es conducir a sus discípulos a un paraíso terrenal, a una tierra que mana leche y miel, o a un estado de silencio interior, o a un camino sin fin, sino a la comunión plena con Dios.

                   La carta a los Hebreos lo expresa mediante la imagen del gran sacerdote judío que entraba en el santuario de Jerusalén una sola vez al año: Jesucristo con su muerte y resurrección:

                   “Pues bien, Cristo no entró en un santuario hecho por mano humana, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios a favor nuestro”.
                                                                                                  (Hbr 9,24)

                   Por tanto la expresión “a la derecha del Padre” es una imagen que designa la gloria de Jesucristo como Hijo de Dios, en su intimidad con el Padre.

                   Podemos levantar, por tanto, nuestra mirada y fijar nuestros ojos en la meta hacia la cual caminamos. Podemos avanzar confiados, porque la fe nos lleva donde Jesucristo “ha querido precedernos como cabeza nuestra”, como dice el prefacio de la solemnidad de la Ascensión.

                   Allí, a la derecha del Padre, es donde se encuentra Jesucristo, que ora e intercede por nosotros. A su oración nos unimos, cuando nos atrevemos a decir:

                   Padre nuestro, que estás en el cielo,
                   santificado sea tu Nombre,
                   venga a nosotros tu reino,
                   hágase tu voluntad
                   en la tierra como en el cielo.

                   Danos hoy nuestro pan de cada día,
                   perdona nuestras ofensas
                   como también nosotros perdonamos
                   a los que nos ofenden,
                   no nos dejes caer en tentación
                   y líbranos del mal.
                   Amén.



7.- “Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS, Y SU REINO NO TENDRÁ FIN”.

                El verbo “juzgar” nos puede producir escalofríos, pero no hemos de temer, porque aquel que viene como juez es aquel que dijo:

                   “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, con la medida con que midáis se os medirá”.
                                                                                                (Mt 7, 1-2).

                   Como también indica san Pablo:

                   “Ante esto ¿qué diremos?. Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?. El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?. ¿Quién acusará a los elegidos de Dios?. Dios es quien justifica. ¿Quién condenará?. ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, e intercede por nosotros?.

                   ¿Quién nos separará del amor de Cristo?. ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó.

                   Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”.
                                                                                           (Rm 8, 31-39).

                   Jesús es la medida con que seremos juzgados. Saulo, el joven Pablo, cuando iba contra los primeros cristianos, se encontró con la presencia de Jesús resucitado, que le dijo:

                   <>.
                                                                                              (Hch 9, 1-6).

                   De la misma manera, en la parábola del juicio final, los colocados a la derecha del Hijo del hombre le preguntarán:

                   <>.
                                                                                          (Mt 25, 37-39).

                   Y la respuesta de Cristo es muy clara:

                   <>.
                                                                                                 (Mt 25,40).

                   La realidad del Hijo de Dios que contemplamos en Cristo que está junto a los marginados y a los que sufren, que acoge a todos, que perdona y ama, que vive para los demás, es la verdadera medida del ser humano.

                   Corresponde a la persona humana sólo aquello que corresponde a Dios. Es cierto que a veces utilizamos el término “humano” para indicar nuestra debilidad, también es cierto que el término “humano” lo utilizamos en otras ocasiones para indicar la bondad, la proximidad, la misericordia.

                   Este es el juicio de vivos y muertos. La medida de Jesús es válida no solo en esta vida, sino que es la verdadera medida en el más allá. Solo en Él se encuentra la verdadera vida, de tal manera que todo aquello que no esté realizado en Jesús, desaparecerá con la muerte. Solo aquello que sigue las huellas del Hijo de Dios, modelo y criterio de toda la humanidad, tendrá consistencia para siempre.

                   Como dice el prefacio de la solemnidad de Cristo Rey:

                   “El reino de la verdad y la vida,
                   el reino de la santidad y la gracia,
                   el reino de la justicia,
                   el amor
                   y la paz”.

                   Este es el reino de Dios. Por eso, solo lo que es expresión de la fe, de la esperanza y del amor permanece para siempre.

                   Si la manifestación de Dios se ha realizado en Jesucristo, en la humildad de la cueva de Belén, en el silencio de Nazaret, en la incomprensión de Cafarnaún, en la oposición de Jerusalén, en el sufrimiento de la Cruz; la manifestación definitiva de Dios, en Jesucristo, se realizará de forma gloriosa. De esta manera podemos decir que Jesucristo ha venido al mundo con su nacimiento, viene continuamente a nosotros en la vivencia de la fe, y vendrá de forma definitiva al final de los tiempos.










No hay comentarios: