Muchos de vosotros me habéis
pedido que explicara la fe de los cristianos, esta fe en la que hemos nacido y
nos movemos, al menos exteriormente. ¿Se trata de un sentimiento o de un
conocimiento?. ¿Tiene un contenido la fe?.
La primera imagen que me
viene a la mente es la de los seguidores enfervorizados de un equipo de futbol,
que, llenos de alegría y de entusiasmo, cantan el himno de su club, en el campo
de juego, en mitad del partido. Se sienten unidos en el canto, en el
sentimiento, en lo que significan los colores, en el compromiso por su equipo,
que los obliga a veces a grandes desplazamientos y que los llena de alegría
cuando ganan y de tristeza cuando pierden.
Con todo respeto, podemos
pasar de la dimensión más superficial, a la dimensión más profunda. Y
sobreponer otra imagen, la imagen de los creyentes reunidos en la Eucaristía del Domingo,
recitando todos juntos el Credo, la profesión de fe.
Lo sabemos de memoria, porque
así lo hemos recibido. Es nuestro signo, nuestro distintivo que nos hace
reconocernos cuando nos encontramos. Es nuestro compromiso, nuestro pacto con
Dios, realizado como expresión de nuestro Bautismo.
El Credo es el resumen de
nuestra fe, nuestro Símbolo, que contiene palabras breves, pero contienen todos
los misterios de Dios. Porque la fe no se puede aprender en los libros, ni se
puede conocer en la calle. Hemos de acercarnos a la comunidad cristiana para
respirarla, para escuchar de viva voz la palabra que es oración, la palabra que
es anuncio, la palabra que es presencia.
En la Eucaristía se
acostumbra a recitar la regla de fe que profesaron los dos primeros concilios
ecuménicos, el Concilio de Nicea, en el año 325, y el segundo concilio, el
Concilio de Constantinopla, en el año 380; este es el Credo que llamamos “Niceno-constantinopolitano”.
Más frecuentemente, se utiliza el llamado “Símbolo
de los Apóstoles”, que es el antiguo Credo bautismal de la comunidad de
Roma, en el siglo II. Los dos siguen las pautas de la fórmula del Bautismo, tal
como se refleja en las palabras finales de Jesús Resucitado a sus discípulos:
“Id
y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo”
(Mt 28,19).
Se ha de recordar, que cuando
recitamos el Credo con fe, entramos en comunión con Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, y entramos también en comunión con toda la Iglesia que nos ha
transmitido toda la fe y en interior de la cual creemos.
Iremos desarrollando los
siguientes puntos, doce, según el Credo Niceno-constantinopolitano. Estos doce
puntos o apartados simbolizan según una antigua tradición la palabra de cada
uno de los doce Apóstoles, es decir, la fe apostólica.
Eugenio Gastey.
Creer
no es simplemente sentimiento, sino que es poner la confianza de una forma
plena en Dios que nos ama. El creyente cree en Dios, de tal manera que su vida
queda apoyada plenamente en Él.
Los creyentes sabemos, hemos
experimentado, que Dios es nuestro creador, es decir, que Dios se encuentra en
el origen de nuestro ser y de todo aquello que existe. Cuando los padres
creyentes cogen por primera vez a su nuevo hijo acabado de nacer, exclaman
agradecidos: “¡Gracias, Dios mío, por el
hijo que nos has dado!”. Por encima de su amor saben que aquel hijo es un
don de Dios.
De forma semejante, cuando la
primera página de la Biblia
dice: “Al principio creó Dios el cielo y
la tierra” (Gn 1,1), no está hablando de la formación de los continentes o
de las nebulosas planetarias, sino de aquello que es el sentido mas profundo de
toda la naturaleza, su principio: en el fondo de toda la realidad se encuentra
la llamada de Dios.
Las cosas existen porque la
palabra de Dios las sostiene, las ilumina y las da vida. Dios dijo: “Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn
1,3). Dios dijo también que nosotros existiéramos y ahora existimos. No somos
un accidente ni una casualidad, como nos quiere hacer creer esta sociedad
actual, somos por encima de todo el fruto del amor de Dios.
Dios dijo que hubiese la
evolución y la evolución existió. Pero el amor de Dios es siempre nuevo, en
cada individuo, en cada persona, en cada pájaro, en cada cabello de nuestra
cabeza, en cada estrella del firmamento. Por esto el salmista dice:
“Señor,
Dueño nuestro,
¡qué
admirable es tu nombre
en
toda la tierra!.
Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos:
la
luna y las estrellas que has creado,
¿qué
es el hombre,
para
que te acuerdes de él;
el
ser humano, para darle poder?”.
(Sal 8, 2-5).
La contemplación de la
naturaleza, de la creación, nos lleva hacia Dios, origen y principio de toda la
realidad. Y este Dios es uno. Esta ha sido la gran experiencia del pueblo de
Israel, el primer pueblo que ha reconocido un único Dios personal. Esta es la
oración diaria de todo buen israelita:
“Escucha,
Israel: El Señor nuestro Dios
es
solamente uno.
Amarás
al Señor tu Dios con todo el corazón,
con
toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
(Dt 6, 4-5).
Y si Dios es el único, es el
Dios de todos, hasta de los que no creen.
A veces la palabra “Dios” puede parecer vacía de tantas
veces que la utilizamos o sin sentido porque está deformada. Por esto hay en la Biblia esa página tan
preciosa que presenta a Moisés contemplando una zarza que se quemaba y no se
consumía. Entonces Moisés le dice a Dios:
“Si me preguntan cómo te llamas, ¿qué les respondo?”.
¿Cuál es la realidad que
expresamos con la palabra “Dios”?.
La respuesta es bien sencilla y profunda: Dios es Aquel que está siempre al
lado de su pueblo para salvarlo. Dios es Aquel que siempre está, Aquel que no
falla nunca, Aquel que no abandona, Aquel que es siempre fiel.
No es de extrañar que Dios le
diga a Moisés que no se acerque de cualquier forma, que se descalce, porque
está pisando lugar sagrado. El nombre de Dios es realidad sagrada, porque es la
fuente amorosa de toda la realidad y de cada uno de nosotros. Su luz ilumina lo
que es la persona humana, de tal forma que cuando miramos hacia Dios, sabemos
que todos somos criaturas suyas, sabemos que no estamos solos, que Él siempre
nos ama, con amor fiel.
Él es Todopoderoso, no en el
sentido de aquel que tiene todo el poder, sino de aquel que es todo Amor y que,
con su amor, todo lo sostiene. Porque el amor es más fuerte que el poder y el
amor lo puede todo.
Afirmar que Dios es el
creador de todas las cosas y el creador de todas las personas es indicar que
toda la creación y toda la humanidad encuentra en Dios su unidad. En este
sentido podemos decir que todas las personas somos criaturas de Dios. Pero
cuando los cristianos reconocemos que Dios es nuestro Padre y que somos hijos
de Dios no lo decimos sólo a partir de la afirmación de Dios creador, sino que
lo decimos de una forma nueva a partir de nuestra fe en Jesucristo, que al
mostrarse en medio de nosotros como Hijo de Dios, nos muestra a Dios como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
De esta forma, la expresión “Creo en Dios, Padre” nos introduce en
la realidad más profunda de Dios, que en Jesucristo, se nos muestra como
comunidad de amor, insondable. Así San Pablo desea que el creyente viva siempre
inmerso en Dios:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión
del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
(2 Cor 13,13)
Para expresar esta
experiencia cristiana de Dios la tradición ha utilizado el término Trinidad: la Santísima Trinidad.
Porque Dios, que es Padre, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo; y Jesucristo nos
hace partícipes del Espíritu Santo. De esta forma se puede tomar conciencia de
cómo Dios se nos hace presente en Jesucristo: “Dios es único pero no solitario”. (San Dámaso).
Entrar en comunión con Dios
es adentrarse en su amor, que es donación amorosa hacia nosotros, en la misma
creación, en la venida de Jesucristo en medio de nosotros, en la llamada a
vivir como hijos suyos. En Jesucristo, en su muerte y resurrección, se nos
manifiesta Dios en su proximidad más grande, y al mismo tiempo, en su más
grande transcendencia. Dios se nos manifiesta como Padre amoroso que, en
Jesucristo, el Hijo, nos llena de su Espíritu Santo.
Por esto, cuando hacemos la
señal de la cruz, la señal del cristiano, los bautizados decimos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. Amén”. Nos sabemos fundamentados, creados y redimidos, en
la manifestación de Dios, en la cruz de Jesús, en su Espíritu Santo.
1.- CREO EN UN SOLO DIOS, PADRE
TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA.
Creer no es simplemente
sentimiento, sino que es poner la confianza de una forma plena en Dios que nos
ama. El creyente cree en Dios, de tal manera que su vida queda apoyada
plenamente en Él.
Los creyentes sabemos, hemos
experimentado, que Dios es nuestro creador, es decir, que Dios se encuentra en
el origen de nuestro ser y de todo aquello que existe. Cuando los padres
creyentes cogen por primera vez a su nuevo hijo acabado de nacer, exclaman
agradecidos: “¡Gracias, Dios mío, por el
hijo que nos has dado!”. Por encima de su amor saben que aquel hijo es un
don de Dios.
De forma semejante, cuando la
primera página de la Biblia
dice: “Al principio creó Dios el cielo y
la tierra” (Gn 1,1), no está hablando de la formación de los continentes o
de las nebulosas planetarias, sino de aquello que es el sentido mas profundo de
toda la naturaleza, su principio: en el fondo de toda la realidad se encuentra
la llamada de Dios.
Las cosas existen porque la
palabra de Dios las sostiene, las ilumina y las da vida. Dios dijo: “Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn
1,3). Dios dijo también que nosotros existiéramos y ahora existimos. No somos
un accidente ni una casualidad, como nos quiere hacer creer esta sociedad
actual, somos por encima de todo el fruto del amor de Dios.
Dios dijo que hubiese la
evolución y la evolución existió. Pero el amor de Dios es siempre nuevo, en
cada individuo, en cada persona, en cada pájaro, en cada cabello de nuestra
cabeza, en cada estrella del firmamento. Por esto el salmista dice:
“Señor,
Dueño nuestro,
¡qué
admirable es tu nombre
en
toda la tierra!.
Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos:
la
luna y las estrellas que has creado,
¿qué
es el hombre,
para
que te acuerdes de él;
el
ser humano, para darle poder?”.
(Sal 8, 2-5).
La contemplación de la
naturaleza, de la creación, nos lleva hacia Dios, origen y principio de toda la
realidad. Y este Dios es uno. Esta ha sido la gran experiencia del pueblo de
Israel, el primer pueblo que ha reconocido un único Dios personal. Esta es la
oración diaria de todo buen israelita:
“Escucha,
Israel: El Señor nuestro Dios
es
solamente uno.
Amarás
al Señor tu Dios con todo el corazón,
con
toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
(Dt 6, 4-5).
Y si Dios es el único, es el
Dios de todos, hasta de los que no creen.
A veces la palabra “Dios” puede parecer vacía de tantas
veces que la utilizamos o sin sentido porque está deformada. Por esto hay en la Biblia esa página tan
preciosa que presenta a Moisés contemplando una zarza que se quemaba y no se
consumía. Entonces Moisés le dice a Dios:
“Si me preguntan cómo te llamas, ¿qué les respondo?”.
¿Cuál es la realidad que
expresamos con la palabra “Dios”?.
La respuesta es bien sencilla y profunda: Dios es Aquel que está siempre al
lado de su pueblo para salvarlo. Dios es Aquel que siempre está, Aquel que no
falla nunca, Aquel que no abandona, Aquel que es siempre fiel.
No es de extrañar que Dios le
diga a Moisés que no se acerque de cualquier forma, que se descalce, porque
está pisando lugar sagrado. El nombre de Dios es realidad sagrada, porque es la
fuente amorosa de toda la realidad y de cada uno de nosotros. Su luz ilumina lo
que es la persona humana, de tal forma que cuando miramos hacia Dios, sabemos
que todos somos criaturas suyas, sabemos que no estamos solos, que Él siempre
nos ama, con amor fiel.
Él es Todopoderoso, no en el
sentido de aquel que tiene todo el poder, sino de aquel que es todo Amor y que,
con su amor, todo lo sostiene. Porque el amor es más fuerte que el poder y el
amor lo puede todo.
Afirmar que Dios es el
creador de todas las cosas y el creador de todas las personas es indicar que
toda la creación y toda la humanidad encuentra en Dios su unidad. En este
sentido podemos decir que todas las personas somos criaturas de Dios. Pero
cuando los cristianos reconocemos que Dios es nuestro Padre y que somos hijos
de Dios no lo decimos sólo a partir de la afirmación de Dios creador, sino que
lo decimos de una forma nueva a partir de nuestra fe en Jesucristo, que al
mostrarse en medio de nosotros como Hijo de Dios, nos muestra a Dios como
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
De esta forma, la expresión “Creo en Dios, Padre” nos introduce en
la realidad más profunda de Dios, que en Jesucristo, se nos muestra como
comunidad de amor, insondable. Así San Pablo desea que el creyente viva siempre
inmerso en Dios:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión
del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
(2 Cor 13,13)
Para expresar esta
experiencia cristiana de Dios la tradición ha utilizado el término Trinidad: la Santísima Trinidad.
Porque Dios, que es Padre, nos ha dado a su Hijo, Jesucristo; y Jesucristo nos
hace partícipes del Espíritu Santo. De esta forma se puede tomar conciencia de
cómo Dios se nos hace presente en Jesucristo: “Dios es único pero no solitario”. (San Dámaso).
Entrar en comunión con Dios
es adentrarse en su amor, que es donación amorosa hacia nosotros, en la misma
creación, en la venida de Jesucristo en medio de nosotros, en la llamada a
vivir como hijos suyos. En Jesucristo, en su muerte y resurrección, se nos
manifiesta Dios en su proximidad más grande, y al mismo tiempo, en su más
grande transcendencia. Dios se nos manifiesta como Padre amoroso que, en
Jesucristo, el Hijo, nos llena de su Espíritu Santo.
Por esto, cuando hacemos la
señal de la cruz, la señal del cristiano, los bautizados decimos: “En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. Amén”. Nos sabemos fundamentados, creados y redimidos, en
la manifestación de Dios, en la cruz de Jesús, en su Espíritu Santo.
2.- “CREO EN UN SOLO SEÑOR,
JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS”
Si podemos decir a Dios “Padre nuestro” es sólo porque Jesús
nos lo ha enseñado, es decir, porque nos une a Él en la oración y nos ha hecho,
en Él, hijos de Dios. El cristiano lo es porque contempla a Dios en Cristo.
Jesús es el Ungido por el
Santo Espíritu de Dios (esto es lo significa “Cristo” en griego), es decir,
aquel que tiene plenamente el Espíritu Santo. Por esto las comunidades
cristianas, desde un principio, han confesado a Jesucristo como Hijo de Dios,
es decir, la manifestación de Dios entre nosotros.
Es cierto que la expresión
“hijo de Dios” se puede utilizar en el sentido de una persona santa, muy
cercana a Dios, única en su relación con Dios. Pero el sentido que le dan los Evangelios,
Pablo y la fe de la Iglesia
es de una forma totalmente nueva. Cuando Pedro dice a Jesús:
“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
(Mt 16,16)
Jesús le contesta claramente:
“Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que
está en el cielo”.
(Mt 16,17)
Por esto las autoridades
judías buscaban matarlo, porque:
“Llamaba
a Dios Padre, haciéndose igual a Dios”.
(Jn
5,18)
De esta forma, el apóstol
Tomás, cuando contempla a Jesús resucitado, cae a sus pies y le dice:
“¡Señor mí y Dios mío!”.
(Jn 20,28)
Pablo de Tarso, una vez
convertido, se pondrá a predicar:
“Afirmando
que Jesús es el Hijo de Dios”.
(Hch 9,20)
De tal forma que la comunidad
creyente podrá decir que:
“Hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre”.
(Jn 1,14)
A principios del siglo IV
hubo un predicador muy popular, llamado Arrio, que era presbítero de la Iglesia de Alejandría.
Decía que Jesucristo no es propiamente Dios, sino sólo un hombre muy cercano a
Él. Por esto, la profesión de fe del Concilio de Nicea tuvo que proclamar
solemnemente que, para los cristianos, Jesucristo es el Hijo Unigénito de Dios
en el sentido de:
“Nació del Padre antes de todos los siglos:
Dios
de Dios,
Luz
de Luz,
Dios
verdadero de Dios verdadero,
engendrado,
no creado,
de
la misma naturaleza que el Padre,
por
quien todo fue hecho”.
Se nota en la reiteración de
expresiones el deseo de dejar muy clara la fe que los cristianos hemos recibido
de las primeras comunidades de los apóstoles. No se trata de demostrar a quien
no está convencido, sino de mantener la fidelidad a la fe recibida.
En el corazón de la
catequesis encontramos siempre, esencialmente, una persona, no una simple
doctrina: la persona de Jesús de Nazaret, Hijo único del Padre. En Él somos
conducidos al amor del Padre en el Espíritu Santo, para hacernos participar de
la vida de la Santísima Trinidad.
Este es el sentido que damos
los cristianos a la expresión “el
Señor” cuando confesamos a Jesucristo como el Señor. Si los romanos
llamaban al emperador “Dominus noster,
Señor nuestro”, en el sentido de aquel que está por encima de todos y lo
puede todo, los primeros cristianos proclamarán que el Señor es Jesús y no el
emperador ni el imperio romano. El libro del Apocalipsis, escrito durante la
persecución de Diocleciano, a finales del siglo I, proclama a Jesús:
“Rey de reyes y Señor de señores”.
(Ap 19,16)
Pero la afirmación de fe de
Jesús como Señor va aún más allá. El texto griego del Antiguo Testamento
substituía las cuatro letras (el tetragrama sagrado) del nombre de Dios por la
expresión “Señor”, siguiendo la costumbre de los mismos judíos hebreos. De esta
forma, cuando el Nuevo Testamento confiesa a Jesús como el Señor, le está
reconociendo como Dios verdadero. Este es el reconocimiento de Tomás, como he
dicho antes, cuando adora a Cristo resucitado diciendo:
“¡Señor mío y Dios mío!”.
(Jn 20,28)
Y el discípulo amado (Juan)
cuando exclama:
“¡Es el Señor!”.
(Jn 21,7)
¿Cómo es posible esta
confesión de fe?. Pablo lo afirma muy claramente:
“Nadie puede decir: Jesús es Señor, sino es bajo la influencia del
Espíritu Santo”.
(1 Cor 12,3)
Reconocer a Jesús como Señor
es afirmarlo Dios en medio de nosotros. Sólo el Espíritu Santo puede poner en
nuestros labios y en nuestro corazón esta fe.
3.- “POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO SE
ENCARNÓ DE MARÍA, LA VIRGEN ,
Y SE HIZO HOMBRE”.
¿Cómo expresar que Jesús, un
hombre como nosotros es Dios entre nosotros?. Dios se ha acercado a nosotros y
se ha hecho uno de nosotros, para que nosotros participemos de Él. Dios ha
bajado hacia nosotros, para hacernos subir hacia Él.
Las imágenes en nuestra mente
son siempre limitadas, pero quieren expresar la realidad profunda, que sólo la
experiencia puede palpar. La profesión de fe (Credo) del Concilio de Nicea lo
dice así:
“Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y
por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen , y se hizo hombre”.
Es la expresión de aquello
que dice el prólogo del Evangelio de Juan:
“La Palabra
se hizo carne, y acampó entre nosotros”.
(Jn 1,14).
De esta forma el Hijo de Dios
se ha hecho también el Hijo del hombre, modelo y plenitud de la vida humana,
para que nosotros seamos hijos de Dios. Esta nueva creación es nuestra
verdadera salvación. La luz de Dios nos ilumina.
Por esto el Evangelio de Juan
dice:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no
perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
(Jn 3,16).
Y su primera carta:
“En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios mandó al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”.
(1 Jn 4,9).
Esta es la experiencia
profunda de la realidad más llena de luz:
Dios nos ama, se nos manifiesta, nos une a Él y nos transforma en Él.
Esta es la plenitud del amor, transformar el amado en aquel mismo que ama. El
amor de Dios quiere transformarnos de tal forma que, habiendo experimentado su
amor sin límites, seamos nosotros capaces también de salir de nosotros mismos y
de amar a los demás, como Él nos ama.
Es el inicio de la nueva
creación, el Espíritu Santo ha iniciado una realidad nueva, que es la presencia
misma de Dios entre nosotros. Por esto, cuando los Evangelios hablan del origen
de Jesús no lo pueden situar simplemente en la dimensión humana.
Nosotros, los creyentes, los
hijos de Dios:
“No han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de
Dios”.
(Jn 1,13).
Pues mucho menos podemos
situar a Jesús humanamente, sino que es encarnado, se ha hecho hombre por obra
del Espíritu Santo, que es Amor,
nacido de María Virgen.
Así lo expresa en su
reflexión de fe el Evangelio de Lucas cuando pone en boca del ángel Gabriel estas
palabras dirigidas a María, cuando ésta le pregunta cómo puede ser un hijo suyo
Hijo del Altísimo:
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por eso el santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios”.
(Lc 1,35).
La concepción de Jesús por
obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen, no es un lenguaje
metafórico, influenciado por las mitologías paganas, para expresar que es el
Hijo de Dios. Desde los primeros siglos del cristianismo ha habido burlas de
los no creyentes, que ha llegado hasta querer insinuar una concepción
pecaminosa hasta el día de hoy (Código…..Vinci….etc).
A finales del siglo I,
Ignacio de Antioquía escribe en sus cartas que la falta de fe “ignora la virginidad de María”, es
decir, la obra del Espíritu Santo.
El Evangelio de Mateo lo ve
como la gran señal anunciada por el profeta Isaías al rey Acaz, indicando que
Dios no ha abandonado a su pueblo:
“El Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: La virgen está
encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa
Dios con nosotros)”.
(Is 7,14).
Rufino, escritor antiguo, nos
escribe:
“Quien
en el cielo es el Hijo único, también en la tierra hace único y de forma única”.
Por esto, hagamos nosotros
como los pastores, que en la noche de Navidad, vieron todo lo que les había
sido anunciado por los ángeles. Como los Magos de Oriente, que postrándose ante
el Niño, lo adoraron. De la misma forma que sabemos contemplar a Cristo
resucitado, así hemos de saber contemplar el misterio del nacimiento de Jesús,
la manifestación de Dios entre nosotros. Porque como dice la Carta a Tito:
“Ha aparecido la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre”.
(Tt 3,4).
Es lo que los ángeles
anunciaron a los pastores:
“Hoy os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.
(Lc 2,11).
4.- “Y POR NUESTRA CAUSA FUE
CRUCIFICADO EN TIEMPOS DE PONCIO PILATO; PADECIÓ Y FUE SEPULTADO”
Toda la vida de Jesús fue una
entrega de amor a las personas que tenía a su alrededor y a toda la humanidad,
y a una continua común-unión con Dios Padre en la oración y en la intimidad del
corazón.
De la vida de Jesús lo que
sabemos de una forma bien segura es su muerte en la Cruz , en tiempos del
gobernador romano Poncio Pilato. Esto lo recogen no sólo los cuatro Evangelios,
sino también las profesiones de fe más conocidas.
No deja de ser importante
subrayar que la muerte de Jesús, crucificado, bajo Poncio Pilato, se encuentra
también documentada en el historiador judío Flavio Josefo, de finales del siglo
I y en el historiador romano Tácito, de principios del siglo II. Precisamente
el año 1.961 se encontró en Cesarea Marítima, ciudad de Palestina donde estuvo
situada la sede del gobernador romano en tiempos de Jesús una inscripción que
decía en latín: “Poncio Pilato, prefecto
de Judea”. Se sabe que Poncio Pilato fue gobernador de Judea desde el año
26 hasta el año 36.
La muerte de Jesús en la Cruz fue la consecuencia de
toda su vida. Si abrimos los Evangelios vemos a Jesús predicando la proximidad
del Reino de Dios, expresión del amor de Dios, que se acerca a la humanidad
para liberarla de la injusticia; de la falta de solidaridad y de la lejanía de
Dios. Por eso la gente se asombraba:
“Llegan a Cafarnaún. Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso
a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina porque les enseñaba como quien
tiene autoridad, y no como los escribas”.
(Mc 1, 21-22)
Encontramos también a Jesús
cerca de los marginados y de los enfermos. Los episodios que recogen los
Evangelios no son casos puntuales, sino todo lo contrario, imágenes de lo que
Jesús era. Cuando la Ley
mandaba que los leprosos viviesen en las afueras de las poblaciones y gritando,
para que ninguno se acercase a ellos, Jesús acoge a los leprosos, va a casa de
los publicanos y pecadores, defiende a la mujer condenada a muerte.
De tal forma que ante Jesús
hasta los ciegos ven, los sordos oyen y los muertos resucitan. Jesús indica así
su criterio de actuación:
<>.
(Mt 20, 24-28)
Por esto cuando el Evangelio
de san Juan empieza la narración de la última cena de Jesús, hace este resumen
de su vida:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora
de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo”.
(Jn 13, 1-2)
Así a los ojos del creyente,
la traición de Judas y de los otros discípulos, la detención de Jesús por parte
de las autoridades judías, su entrega a los soldados romanos, su acusación de
rebelión política, su condena a muerte, su sufrimiento y humillación en la Cruz y su muerte, no son
vistos simplemente como un arrebatarle la vida, sino como la plenitud de su
amor y de su entrega. Jesús mismo lo dijo:
“Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y
poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”.
(Jn 10,18)
El libro del profeta Isaías y
el libro de los Salmos ayudaron a los discípulos y a las primeras comunidades a
entender el sentido de su muerte:
“Él soportó nuestros sufrimientos
y
aguantó nuestros dolores,
nosotros
lo estimamos leproso,
herido
de Dios y humillado”.
(Is
53,4).
“Mi siervo justificará a muchos,
porque
cargó con los crímenes de ellos”.
(Is 53,11).
Por esto no nos ha de
extrañar que san Pablo recoja esta profesión de fe tan antigua:
“Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado”.
(1Cor 15,3)
Esta es la imagen que utiliza
Jesús en la última cena, cuando después de haber partido el pan dice a sus
discípulos:
“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”.
(Lc 22,19)
Y lo mismo sobre la copa de
vino:
“Esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos”.
(Mc 14,24)
Jesús parte el pan y lo da a
sus discípulos. Su vida entregada por nosotros es fuente de vida. Por esto, la Eucaristía , la comunión
con el pan partido, es para el creyente fuente y cumbre de su vida de fe.
5.- “Y RESUCITÓ AL TERCER DÍA, SEGÚN
LAS ESCRITURAS”.
“¡Jesucristo Ha resucitado!”.
Este es el gran anuncio de
nuestra fe y la gran experiencia salvadora. Hasta el punto que Pablo dice:
“Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también
vuestra fe”.
(1 Cor 15,14)
No se trata de una afirmación
del pasado, ni de una simple afirmación sabre Jesús después de su muerte.
Si Cristo no ha resucitado, entonces toda
su predicación y su ejemplo no es sino la palabra y la acción de un gran
maestro espiritual, nada más.
Si Cristo no ha resucitado, entonces Él no
está entre nosotros, acompañándonos, dándonos la fuerza de su Santo Espíritu.
Si Cristo no ha resucitado, la muerte
continúa siendo la última palabra.
Si Cristo no ha resucitado, entonces no
somos hijos de Dios, en el sentido fuerte de la palabra. Y, por tanto, tampoco
somos plenamente hermanos.
Si Cristo no ha resucitado, entonces
tampoco, después de la muerte, nosotros participaremos de su resurrección. Y
como dice Pablo:
“Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
(1 Cor 15, 32b)
De la misma manera que para
el creyente, la afirmación de la muerte de Jesucristo es inseparable de la
confesión de su resurrección, así también la confesión de su resurrección es
inseparable de la experiencia de su Santo Espíritu, la experiencia de Cristo
resucitado.
Por eso el Viernes Santo no
hay celebración de la
Eucaristía , hasta que no llega la gran celebración de la resurrección
de Jesucristo con la celebración de la Vigilia Pascual. Y la
celebración de la Pascua
se alargará cincuenta días, hasta el domingo de Pentecostés, celebración de la
donación del Espíritu Santo sobre todos los discípulos y nacimiento de la Iglesia.
La muerte de Jesús es una
muerte salvadora, porque va seguida del don de la resurrección. Esto es lo que
expresa con un lenguaje muy oriental el Símbolo de los Apóstoles cuando dice:
“Descendió a los infiernos”.
Aquí la expresión “a los
infiernos” está indicando “lo profundo de la tierra”, como símbolo del Sheol o
Hades judío, es decir, del reino de la muerte. Jesucristo se sumerge en el
reino de la muerte para romper sus cadenas y liberar a la humanidad.
Esto es lo que expresan los
iconos de la resurrección de Jesús en la iglesias orientales, que presentan a
Jesucristo sacando del reino de la muerte a Adán y Eva, es decir, venciendo a
la muerte y llamando a la vida eterna a todos.
Sí, no tengamos miedo. No
estamos yendo detrás de un Jesús crucificado. Él no se ha quedado cogido por
las cadenas de la muerte, tal como nos lo dijo. Éste el gran anuncio, la gran
experiencia, que nos ha sido transmitida por las primeras comunidades, por los
apóstoles.
No busquemos una
demostración, una prueba palpable. Fijémonos que los Evangelios presentan la
experiencia del Resucitado solamente a aquellos que creen. No es que la fe
construya la resurrección, sino al revés, la manifestación de la resurrección
abre los ojos a la fe:
<<Asustadas, inclinaron el rostro a tierra, pero les dejaron: “¿Por qué
buscáis entre los muertos al que está vivo?. No está aquí, ha resucitado.
Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: Es necesario
que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea
crucificado, pero al tercer día resucitará”. Y ellas recordaron sus
palabras>>.
(Lc 24, 5-8)
La muestra de la resurrección
es la expresión de la fe, la experiencia de la alegría, la experiencia del
amor. Los apóstoles decían a Tomás:
“Hemos visto al Señor”
(Jn 20,24a)
Este es el gran don de la
resurrección. Jesucristo ha muerto en la Cruz y ha resucitado.
6.- “Y SUBIÓ AL CIELO, Y ESTÁ SENTADO
A LA DERECHA DEL
PADRE”.
Proclamar que Jesucristo ha
resucitado y ha vencido a la muerte es la gran proclamación de la gran victoria
de Dios sobre la injusticia y sobre la muerte. Esta victoria nos muestra en
toda su profundidad la realidad de la persona de Jesucristo.
Él no es solo el gran héroe,
el inocente condenado injustamente, el ejemplo que asume todas las injusticias
y sufrimientos que hay en nuestro mundo, sino que es, por encima de todo, la
manifestación de Dios mismo al lado del perseguido, del explotado, del
torturado, del que sufre. En una palabra, la proximidad plena de Dios al lado
de la humanidad.
Por eso, en la resurrección
de Jesús, el cielo y la tierra se tocan: Dios se sumerge plenamente en nuestra
humanidad y nuestra humanidad penetra en el cielo.
El concilio de Calcedonia, en
el siglo V, lo expresó diciendo: “que
Jesús era plenamente hombre y plenamente Dios”. El Nuevo Testamento lo dice
con la expresión: “sentado a la derecha
de Dios”, que recoge la expresión del salmo 110 que la Iglesia reza cada domingo
por la tarde:
<
“Siéntate
a mi derecha,
y
haré de tus enemigos
estrado
de tus pies”>>.
(Sal 110,1).
Igualmente el libro de los
Hechos de los Apóstoles dice del primer mártir cristiano, san Estaban, que
antes de morir:
<>.
(Hch 7, 55-56).
De esta manera se comprueba
que la meta del camino de Jesús, su misión, no es conducir a sus discípulos a
un paraíso terrenal, a una tierra que mana leche y miel, o a un estado de
silencio interior, o a un camino sin fin, sino a la comunión plena con Dios.
La carta a los Hebreos lo
expresa mediante la imagen del gran sacerdote judío que entraba en el santuario
de Jerusalén una sola vez al año: Jesucristo con su muerte y resurrección:
“Pues bien, Cristo no entró en un santuario hecho por mano humana, en
una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora
ante el acatamiento de Dios a favor nuestro”.
(Hbr 9,24)
Por tanto la expresión “a la derecha del Padre” es una imagen
que designa la gloria de Jesucristo como Hijo de Dios, en su intimidad con el
Padre.
Podemos levantar, por tanto,
nuestra mirada y fijar nuestros ojos en la meta hacia la cual caminamos. Podemos
avanzar confiados, porque la fe nos lleva donde Jesucristo “ha querido precedernos como cabeza nuestra”, como dice el prefacio
de la solemnidad de la
Ascensión.
Allí, a la derecha del Padre,
es donde se encuentra Jesucristo, que ora e intercede por nosotros. A su
oración nos unimos, cuando nos atrevemos a decir:
Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado
sea tu Nombre,
venga
a nosotros tu reino,
hágase
tu voluntad
en
la tierra como en el cielo.
Danos
hoy nuestro pan de cada día,
perdona
nuestras ofensas
como
también nosotros perdonamos
a
los que nos ofenden,
no
nos dejes caer en tentación
y
líbranos del mal.
Amén.
7.- “Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA
PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS, Y SU REINO NO TENDRÁ FIN”.
El verbo “juzgar” nos puede
producir escalofríos, pero no hemos de temer, porque aquel que viene como juez
es aquel que dijo:
“No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis seréis juzgados, con la medida con que midáis se os medirá”.
(Mt 7, 1-2).
Como también indica san
Pablo:
“Ante esto ¿qué diremos?. Si Dios está por nosotros ¿quién contra
nosotros?. El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por
todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?. ¿Quién
acusará a los elegidos de Dios?. Dios es quien justifica. ¿Quién condenará?.
¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la
diestra de Dios, e intercede por nosotros?.
¿Quién
nos separará del amor de Cristo?. ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como
dice la Escritura :
Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al
matadero. Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos
amó.
Pues
estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni
la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”.
(Rm 8, 31-39).
Jesús es la medida con que
seremos juzgados. Saulo, el joven Pablo, cuando iba contra los primeros
cristianos, se encontró con la presencia de Jesús resucitado, que le dijo:
<>.
(Hch 9, 1-6).
De la misma manera, en la
parábola del juicio final, los colocados a la derecha del Hijo del hombre le
preguntarán:
<>.
(Mt
25, 37-39).
Y la respuesta de Cristo es
muy clara:
<>.
(Mt 25,40).
La realidad del Hijo de Dios
que contemplamos en Cristo que está junto a los marginados y a los que sufren,
que acoge a todos, que perdona y ama, que vive para los demás, es la verdadera
medida del ser humano.
Corresponde a la persona
humana sólo aquello que corresponde a Dios. Es cierto que a veces utilizamos el
término “humano” para indicar nuestra debilidad, también es cierto que el término
“humano” lo utilizamos en otras ocasiones para indicar la bondad, la
proximidad, la misericordia.
Este es el juicio de vivos y
muertos. La medida de Jesús es válida no solo en esta vida, sino que es la
verdadera medida en el más allá. Solo en Él se encuentra la verdadera vida, de
tal manera que todo aquello que no esté realizado en Jesús, desaparecerá con la
muerte. Solo aquello que sigue las huellas del Hijo de Dios, modelo y criterio
de toda la humanidad, tendrá consistencia para siempre.
Como dice el prefacio de la
solemnidad de Cristo Rey:
“El reino de la verdad y la vida,
el
reino de la santidad y la gracia,
el
reino de la justicia,
el
amor
y
la paz”.
Este es el reino de Dios. Por
eso, solo lo que es expresión de la fe, de la esperanza y del amor permanece
para siempre.
Si la manifestación de Dios
se ha realizado en Jesucristo, en la humildad de la cueva de Belén, en el
silencio de Nazaret, en la incomprensión de Cafarnaún, en la oposición de
Jerusalén, en el sufrimiento de la
Cruz ; la manifestación definitiva de Dios, en Jesucristo, se
realizará de forma gloriosa. De esta manera podemos decir que Jesucristo ha
venido al mundo con su nacimiento, viene continuamente a nosotros en la
vivencia de la fe, y vendrá de forma definitiva al final de los tiempos.
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